9/12/2005
AMOR DE MERIDIANO- JOAN BARRIL
Ni él ni ella supieron explicárselo, pero lo suyo se acabó. Así, sin malas caras ni reproches. Adiós y cada uno por su lado. Les quedó, naturalmente, ese enorme vacío en la pizarra de los proyectos y una actitud indolente que sus amigos intentaban combatir con fiestas sorpresa, cenas colectivas y citas a ciegas. La verdad, es difícil creer que en las cosas del querer un clavo saca a otro clavo. Había sido todo demasiado intenso y demasiado presente. Tal vez ésa era la causa. El amor del navegante dura más que el amor entre compañeros de trabajo. La-distancia aumenta el deseo. Y ellos, de tanto querer estar cerca el uno del otro, acabaron consumiéndose. Pero se acercaban las vacaciones y algo habría que hacer. Los amigos le animaban a irse con ellos, pero no estaba el ánimo para grandes conversaciones. En algún lugar de la mesilla de noche todavía estaban los folletos del viaje que habían sonado cuando aún eran pareja de hecho. Se trataba de una aventura a bordo de motos de nieve cruzando Groenlandia de costa a costa. Se imaginaban abrazándose en el interior de los iglús envueltos bajo sedosas pieles de foca mientras el sol de medianoche y las auroras boreales les iluminaban. Tal vez, en una de esas noches cálidas entre el frío, decidirían dar un paso más allá. Ya tenían una edad: ¿Niños? ¿Registro Civil? Esas eran palabras muy pesadas en la vida cotidiana, pero en Groenlandia las palabras son ligeras y se pueden pronunciar sin más temores. Estaba decidido. Si había de ser romántico, que fuera en la cuna del mundo, ahí donde los anillos brillan más que la nieve. Contaba los días. Cinco meses, dos semanas y cuatro días que no sabía nada de ella. Es mucho tiempo para recordar. Compulsivamente entró en una agencia de viajes y le dijo a la dependienta que le llevara lejos. De nuevo aparecieron folletos y fotografías encantadoras. ¿Cómo de lejos? Lo más lejos posible del polo norte y de Groenlandia. Si con ella habían proyectado un viaje al frío, él iría al calor. Si habían soñado en montar el campamento por la noche y levantarlo cada mañana, él iría a un lugar inmóvil. Si tenían previsto cargar con mucho equipaje, él iría casi con lo puesto. Al fin y al cabo no hacen falta grandes ropajes ni equipos para los faraones de la tristeza. De entre los folletos surgió una pequeña isla rodeada de palmeras cocoteras al otro lado del mundo. No había hoteles: sólo pequeñas cabañas individuales frente a playas blancas de aguas azules. Incluso la ruta parecía complicada. Vuelos y transbordos y, al final, un pequeño helicóptero le depositaría sobre la arena como un supuesto robinsón con Visa Oro. Ni siquiera se despidió de sus amigos. Un mensaje en el contestador advirtiendo que todo volvería a ser distinto cuando llegara septiembre. A partir de ahí se sumergió en la somnolencia de los aviones y en el aroma inquieto de los aeropuertos hasta que el piloto le dio un codazo y le dijo: «Ya hemos llegado. Ésta es su isla». Y ahí se quedó, viendo cómo poco a poco el lugar que ocupaba el helicóptero en el aire había sido tomado por veloces escuadrillas de cormoranes y albatros. Se le acercó un hombre simpático que le mostró la que sería su cabaña. Se extrañó de que viniera solo a un lugar tan propio para parejas. Un veraneante solitario siempre despierta sospechas. La soledad parece más propia de los fugitivos. Pero, al fin y al cabo, ¿qué era él sino un fugitivo de una historia que le pesaba demasiado? Por la noche se acercó al bar dispuesto a tragarse el océano. Un globo terráqueo le indicaba la enorme distancia entre Groenlandia y aquella pequeña isla del Pacífico sur. El barman, poco antes de cerrar, le preguntó que de dónde era. «Spain, », le contestó. El camarero puso esa cara tan propia de los que acaban descubrir que en ese lugar llamado España hay españoles que viajan. Mostraba una gran alegría demográfica: «¡No me diga! ¡Qué casualidad!» No hacía falta ningún tipo de presentimiento para intuir que en aquella isla emparejada sólo había un hombre y una mujer solos y los dos eran españoles. Desde el dintel de la puerta del bar llegó una vieja y conocida voz femenina: «¿Hacía demasiado frío en Groenlandia?» Se abrazaron por encima de los continentes y el mundo les parecía tan pequeño como una baldosa sobre la que bailar muy cerca y, a la vez, tan lejos...
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